La Confesión da Consuelo

Los pastores llevan siempre las ovejas hacia donde ven el pasto más abundante, y no cambian de lugar, si antes el rebaño no ha terminado de comerlo todo. A su imitación, también nosotros, queremos seguir en este cuarto día, dando alimento vital a esta grey: el pasto de la penitencia, que además hoy no lo podremos agotar, porque lo contemplamos tan rico, tan abundante en consuelo y de gran utilidad.

No sirve de alimento a los rebaños, el follaje de los árboles que, al mediodía hacen de techo para las ovejas, procurándoles la suspirada y útil sombra para el dulce sueño. Del mismo modo, recrean y restauran las almas afligidas y desoladas, las Sagradas Escrituras, que leídas, alivian la vehemencia y los tormentos de las tribulaciones, ofreciendo un consuelo más dulce y jovial que cualquier sombra. Tanto consuelo nos lo proporciona; no sólo en los desastres financieros o en la pérdida de hijos y otras calamidades del mismo género, sino también, cuando estuviéramos postrados por el pecado.

Apenas el hombre bajo la esclavitud del pecado, siente remordimiento de conciencia, por el recuerdo de la falta cometida y se consume en el fuego, sofocado por profundo abatimiento, acepta los consuelos de tantos que quisieran consolarlo. Si entra en el iglesia y escucha que muchos de entre los santos cayeron y se levantaron, volviendo de nuevo a la dignidad precedente, entonces, aún sin darse cuenta, levantaría el ánimo y saldría animado. No obstante, muy a menudo, por respeto humano, nos dejamos vencer por la vergüenza y por el pudor y evitamos confesar nuestro pecado, o si lo revelamos, no sacamos los frutos debidos.

La angustia satánica, solamente, desaparece cuando Dios nos consuela, tocándonos el corazón. Por esto, nos ha descrito en la Biblia pecados de los santos, para que todos saquemos sumo provecho, tanto pecadores como justos. Esto es para que, si están abatidos hasta la desesperación, se levanten viendo a los otros caídos, capaces todavía de resurgir; quien obra la justicia se hace más diligente y más firme, si ve caídos a muchos mejores que él. Actúa más cautamente por temor a caer, se hace más combatiente y más firme en defenderse en toda circunstancia.

Esta es la utilidad que se extrae de aquellos ejemplos, sea que practique la virtud, peque y no se desespere; uno, será más firme y otro, se levantará fácilmente de la caída. En efecto, si un hombre nos conforta en la aflicción, el consuelo será temporal y caeremos nuevamente muy pronto en el desconsuelo de antes; pero si es Dios el que nos exhorta, con el ejemplo de aquellos que, después del pecado, se han convertido y salvado, entonces se evidencia su bondad y estando seguros de la consolación que nos manifiesta y nos provee. No podemos dudar de nuestra salvación.

Por lo tanto, para todos los desconsolados, conscientes del peligro que corren por el pecado, las historias antiguas de la Escritura ofrecen un oportuno remedio, basta que se quiera. Además dirigiendo la mirada a los justos que sufren pacientemente, aunque nos amenazara con la confiscación de todos bienes, calumnias, cárceles, azotes u otros maltratos de cualquier género, fácilmente nos levantaremos por encima de nosotros mismos.

Mientras que en las enfermedades del cuerpo, el mirar los sufrimientos ajenos aumentan nuestro propio mal y a menudo nos hacen contraer el mal que no teníamos, como sucede con quien, observando a los enfermos de ojos, contrae la enfermedad; para el alma, en cambio, sucede lo contrario, porque meditando sobre quien ha sufrido semejantes males, sentimos más ligero el dolor por los nuestros.

Por esto, Pablo consoló a sus fieles, recurriendo a los ejemplos de los santos, tanto vivos como muertos. Hablando, en efecto a los Hebreos que estaban por caer en la trampa del demonio, recurrió a los ejemplos de los hombres santos, como Daniel y los tres niños, Elías y Elíseo, «que cerraron las fauces de los leones, apagaron la violencia del fuego, se salvaron del filo de la espada, fueron lapidados, probaron desprecios y flagelaciones, cadenas y prisión; caminaron cubiertos de vellones de ovejas y de cabras, necesitados, atribulados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno» (Hebr. 11:3 4 ss). Encontrar amigos en la aflicción es consuelo para quien sufre; para quien padece, la soledad desanima, entonces a otros caídos en los mismos males, hace más tolerables los golpes fatales.

Dios Permite las Penas para Inducirnos a Penitencia

Para no abatirnos, cuando tantos males parecen aplastarnos, recurramos inmediatamente a las historias de la Escritura. De ella sacaremos, pues, motivo para aumentar la paciencia; seremos confortados, sintiéndonos en comunión con quienes han sufrido como nosotros, y aprenderemos la manera de liberarnos de las preocupaciones en las que hemos caído; y luego de la remisión de las culpas, volveremos a comportarnos como antes, sin caer en negligencia, ni soberbia.

Cuando las cosas nos van mal, naturalmente nos hacemos pequeños y humildes, demostrando una gran piedad; éste es el fin propio de las pruebas, obligar a rendirse a quienes tienen un corazón de piedra, haciéndoles sentir su dureza.

El alma piadosa, que tiene a Dios delante de los ojos, no pierde la memoria de las pruebas de las que fue liberado, como hicieron, a menudo, los judíos a quienes el Profeta, con burla alude diciendo: «cuando los hacía perecer, lo buscaban, retornaban y bien pronto se dirigían a Dios» (Sal. 77:34). También Moisés, convencido de lo mismo, tuvo a menudo que exhortarlos así: «Cuando hayas comido y bebido y te hayas saciado, cuídate de olvidar al señor Dios tuyo"(Det. 6:12–13).

Esto había sucedido, porque tuvo que decir: «Jacob ha comido y se ha saciado y engordado; el predilecto ha recalcitrado» (Deut. 32:15). Para los santos, en cambio, no hay que maravillarse si fueron píos y filósofos en los tiempos más agudos de las tribulaciones y, permanecieron sobrios, empeñosos como antes, aún superadas las tempestades con gran serenidad.

Admiramos maravillados a un caballo, cuando marcha a un ritmo regular, sin frenos; en cambio, cuando mantiene tal ritmo a perfección, porque está constreñido por las riendas y los frenos, no lo admiramos tanto, por su temperamento, ya que no marcha sino por la presión exterior. Lo mismo decimos del alma, no causa ninguna maravilla, si se mantiene firme cuando obra por temor; en cambio, demuestra criterio y buena disposición, si el alma permanece constante, cuando ya se hayan alejado las pruebas y cesado el temor.

Al denunciar a los Judíos, temo haber comprometido nuestra forma de vida, porque también nuestra iglesia, se ha colmado con numerosos grupos, aun cuando fuimos probados por el hambre, la peste, el granizo o la sequía, incendios o asaltos de enemigos. Cuánta filosofía, cuánto desprecio de las cosas del mundo entre nosotros; no existían dificultades, ni avidez de riquezas, ni ansias de gloria, ni impulso a amores lascivos, ni malos pensamientos de otrp género; estabais todos dedicados a la religión, entre oraciones y gemidos; el fornicador, hecho casto; el litigante, vuelto a reconciliar; el avaro, inclinado a la limosna; el colérico e insolente, convertido a la moderación y a la humildad.

Pero, alejada la ira de Dios, superada la tempestad y después de tanta tormenta cuando llegó la bonanza, habéis vuelto a las disposiciones anteriores; por mi parte, en el tiempo de la prueba, siempre os advertía explícitamente sobre lo que luego acaecería, sin ningún tipo de provecho. Habéis arrojado de vuestra alma, todo propósito como sueño o sombra. Por eso, ahora más que antes, temo cuanto os decía entonces. Temo más que antes, que nos merezcamos de Dios pruebas, aún más graves, para el presente, y el castigo sin salvación, en aquel momento.

Porque, cuando el hombre no cesa de caer en el pecado, recurre a la indulgencia de Dios, y a su tolerancia y no saca provecho alguno para liberarse de la maldad; Dios por último, si bien no quiera arrojarlo en el abismo del mal y arruinarlo para siempre, termina por tratarle de manera tal, que no tenga más tiempo para arrepentirse, como sucedió con el Faraón. Había experimentado la benignidad de Dios, en la primera, segunda, tercera y cuarta plaga, etc., pero porque no sacó provecho alguno, fue por último arruinado y eliminado, junto con su pueblo.

Lo mismo les pasó también a los Judíos, por lo cual,

La Vida Privada de los Santos

Cristo tuvo que decir, antes de exterminarlos e irremediablemente dispersarlos: «Cuántas veces he querido recoger a tus hijos y no habéis querido. He aquí, que vuestra casa queda desierta» (Lc. 13:3 4). Pero temo que esto nos suceda también a nosotros que, no dejándonos enseñar por otros y, por nuestros errores corremos el riesgo de caminar hacia idéntica ruina. No lo digo sólo a vosotros, ahora aquí presentes, sino también, a cuantos alejados de la cotidiana diligencia, se han olvidado de las precedentes tribulaciones; por lo cuales no he dejado de predicar que el recuerdo de las pruebas, se grabe en nuestras almas aún después que hayan pasado, porque recordando siempre la misericordia de Dios, tendemos sin interrupción a agradecerle.

Lo decía entonces, lo repito ahora, y por medio vuestro lo digo a todos. Imitemos a los santos que no se dejaron doblegar por las tribulaciones, ni al venir a menos en sus bienes, relajaron su propia vida, como acaece hoy a muchos de entre nosotros, hombres que naufragan como frágiles embarcaciones entre el oleaje de la tempestad.

En efecto, cuando fuimos pobres, muy a menudo nos dejamos sumergir por sus olas; después, cuando nos hicimos ricos nos envolvió por todas partes, la soberbia y la avaricia. Os exhorto, por tanto, a dejar toda otra cosa y, entre todos, buscar la armonización de nuestros sentimientos, con el ideal de la salvación, ya que observando los mandamientos del Señor, esperando en Él y comportándonos correctamente, nuestra alma encuentra soportable y aún ligero todo lo que le sucede: hambre, enfermedad, calumnia o desastre financiero.

Si el hombre, en cambio, no mantiene buenas relaciones con Dios, aunque nadare entre las riquezas, gozando de hijos y de innumerables bienes de fortuna, será atormentado por muchas concupiscencias y preocupaciones. Por tanto, no hay que afanarse en la búsqueda de riquezas ni ha de huirse de la pobreza, sino preocuparse sobre todo de la propia alma, cuidando los intereses de la vida presente, sin descuidar lo que llevaremos al despedirnos de esta vida a la otra.

Todavía un poco y sonará la hora del juicio para nosotros, cuando todos compareceremos ante el tremendo tribunal de Cristo, revestidos con nuestras acciones. Entonces podremos ver con nuestros ojos, las lágrimas que dejamos derramar a los huérfanos, las torpes acciones que mancharon nuestras almas, los gemidos de las viudas, los ultrajes a los pobres, las extorsiones en perjuicio de los desafortunados, estas y tantas otras cosas del mismo género; inclusive lo más pequeño que hayamos cometido sólo con el pensamiento, porque es EL «el juez de los sentimientos, que examinará también los pensamientos, (Hebr. 4:12) que penetrará en mentes y corazones (Sal. 1:7; 10) y juzgará a cada uno, según sus acciones» (Mt. 16:27).

La Virginidad del Cuerpo y la Santidad del Alma

Este discurso, no se refiere solamente a quien vive la vocación en el mundo, sino también al monje que ha plantado la propia tienda sobre los montes; él, no sólo debe custodiar su cuerpo de toda mancha de fornicación, sino cuidar también el alma pura de toda otra satánica concupiscencia.

El apóstol Pablo, dirigiéndose no sólo a las mujeres, sino hablando también a los hombres y a todo el pueblo, que es la Iglesia, dice que el alma virginal debe ser «santa en el cuerpo y espíritu» (1Cor. 7:34), y aun: «Presentad vuestro cuerpo cual virgen casta» (2Cor. 11:2). ¿En qué sentido casta? «Sin mancha y sin arruga» (Ef. 5:27).

También las vírgenes, con las lámparas apagadas, tenían la virginidad del cuerpo, pero no la santidad del corazón. Y también las personas no corrompidas por el hombre, pero viciadas por el amor al dinero, tienen el cuerpo intacto pero el alma llena de adulterio y de innumerables pensamientos pervertidos: avidez de riquezas y dureza de corazón, ira y envidia, pereza y disipación, orgullo y corrupción de la santidad virginal. Por eso dice Pablo: «Que la virgen sea santa en el cuerpo y espíritu» (1Cor. 7:34), y de nuevo: «Presentaos cual virgen casta a Cristo» (2Cor. 11:2).

Como los cuerpos se contaminan por los adulterios, así también las almas se manchan por obra del demonio con pensamientos torpes, doctrinas corruptas y sentimientos perversos. Quien dice: «Soy virgen en el cuerpo,» pero en su alma anida la envidia a su hermano, no puede absolutamente ser virgen; pues, corrompe la virginidad, la mezcla con el rencor o la vanagloria. No es virgen, quien haya contaminado su alma con la fascinación de la pervertida pasión, que penetrando en ella le arrebate la virginidad. Quien odia a su hermano no es virgen sino homicida; para recapitular, cada uno de nosotros pierde la virginidad, cuando se abandona a la codicia que lo domina, obrando lo que Pablo llama la malvada mezcla, cuando manda ser vírgenes, no acogiendo deliberadamente en nuestra alma, ningún pensamiento ajeno.

Volveremos a Dios con la Oración Humilde y Contrita

¿Qué cosa agregaré? ¿Cómo podemos conseguir la misericordia? ¿Cómo salvarnos? Os lo digo enseguida: con el recogimiento del alma en oración constante, en humildad y mansedumbre, frutos de la oración, como dice el Señor: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso en vuestras almas» (Mt. 11:29). David había dicho: «Un espíritu contrito es sacrificio agradable a Dios; un corazón dolorido y humillado, Dios, tú no lo despreciarás» (Sal. 50:19); porque nada hay más grato y agradable a Dios que un alma humilde y mansa.

Entonces, también tú, hermano, cuando te veas caído en alguna desagradable sorpresa, cuídate de dirigirte a los hombres; no recurras a quien te da sólo una ayuda mortal; olvídate de todo, para dirigirte con el pensamiento al Médico de almas. Puede curar nuestros corazones, Aquél que los ha plasmado uno a uno y comprende todas nuestras acciones (Sal. 32:15). Aquél que penetra en la conciencia, conoce la mente y llama al alma. Si no es El quien mueve a nuestro corazón, sera superfluo e inútil lo que puedan hacer los hombres; si El nos llama y nos conforta, no podrán contra nosotros ni el eventual asalto de una horda hostil, ya que nuestro corazón, unido a él, no podrá ser sacudido por nada.

Conscientes de esto, refugiémonos siempre en Dios que quiere y puede liberarnos de la adversidad. Si cuando tenemos que pedir algo a un hombre, es necesario acercarse primero a los porteros, rogar a los parásitos y aduladores y recorrer un largo camino; en cambio con, Dios, no tenemos ninguna necesidad, de todas estas cosas. El, es accesible en todos los casos, sin mediaciones; sin bienes de fortuna y sin gastos de dinero, escucha la oración. Basta, solamente, que lo invoques de corazón y le ofrezcas las lágrimas que derramas; fácilmente tendrás acceso a El y lo tendrás de tu parte.

Cuando pedimos a un hombre, siempre tememos que algún enemigo nuestro, ligado a él por la amistad o su adversario, se introduzca y escuche nuestras cosas, o que otro revele lo que decimos y viole la justicia; pero con Dios, no hay por qué imaginar tales hipótesis. Él dice: «Cuando quieras rogarme, ven hacia Mí, tú solo, con nadie más, e invócame con el corazón, sin el movimiento de los labios.» He aquí cómo precisamente se expresa: «Entra en tu pieza y, cerrada la puerta, ora a tu padre que ve en lo secreto y El te lo dará en público» (Mt. 6:6).

Escuchar a Dios

¡Mira qué exceso de benignidad! Que nadie vea cuando tú oras, pero que la tierra sea testigo del favor con que te honró. Obedezcámosle entonces, y no oremos en público ni aun delante de los enemigos. No pretendamos, además, enseñar a Dios el modo cómo Él debe venir a nuestro encuentro y ayuda; si pues, manifestando nuestros casos a los abogados y defensores en los tribunales profanos, confiamos únicamente en ellos para que actúen en nuestra defensa, al buscar nuestros intereses como lo crecen mejor, mayor razón tenemos para actuar así con Dios. ¿Le has manifestado tu causa, le has dicho cuánto te ha sucedido? Evita querer indicarle cómo quieres que te ayude; lo que te conviene, Él lo sabe con precisión.

Por último, hay muchos que cuando rezan, enumeran una sucesión interminable de pedidos: «Señor, concédeme la salud del cuerpo; dame el doble de lo que tengo; véngame del enemigo.» ¡Plegarias absurdas! Puestos a un lado todos los pedidos de tal género tú, suplica e implora como el publicano: «Oh, Dios, ten piedad de mí, pecador» (Lc. 18:13). Además, El sabe muy bien cómo ayudarte; está escrito: «Buscad primero el reino de Dios y todas estas cosas se os darán por añadidura.» (Mt. 6:33).

He aquí entonces la filosofía, mis queridos, que debemos practicar con empeño y humildad; golpeándonos el pecho, obtendremos cuanto hayamos pedido, rogando en cambio, llenos de orgullo e ira, seremos objeto de abominación y de desprecio delante de Dios. Destruyamos, entonces, nuestro yo y humillémonos en lo íntimo del alma. Reguemos por nosotros y por quienes nos hacen sufrir; en efecto, si quieres ganarte al Juez, convirtiéndolo en un defensor de tu vida y llevándolo a tu favor, que cada encuentro con Él, no termine en un desencuentro con quien te ha hecho sufrir. Tal es pues el estilo de este Juez: escucha y acepta sobre todo, las oraciones de quien ora por los. enemigos y olvida las ofensas recibidas. Por tanto, obtendrá la ayuda de Dios contra ellos, si no se convierten a penitencia.

Dios nos Golpea para Sanarnos

Cuidad hermanos, de no indignaros y desanimaros, cuando alguien os injurie. Como filósofos, en cambio, agradecemos y esperemos la ayuda del Señor.

¿Quizás Dios no habría podido concedernos lo que es bueno para nosotros, antes que se lo pidamos o darnos una vida libre de aflicciones, privada de todas las tribulaciones? ¿Pero lo uno y lo otro son signos de gran amor? ¿Por qué permite que seamos atribulados y no nos libera enseguida? ¿Por qué motivo? Propiamente, para que le estemos siempre cerca, para implorar su ayuda, para que nos refugiemos en Él, invocándolo continuamente en nuestro socorro.

Los dolores físicos, la carestía de los frutos de la tierra y el hambre, no tienen otro propósito que hacernos reconocer siempre dependientes de Él, a través de tales tribulaciones y de hacernos heredar así, mediante las aflicciones del tiempo, la vida eterna.

También de esto, debemos agradecer a Dios, que por tantos caminos es médico y salvador de nuestras almas. Si con los hombres nos sucede, retribuir sin querer con mal el bien recibido, pronto el beneficio nos es tan reprochado, que maldecimos el momento en el que fuimos beneficiados; Dios en cambio, con aquellos que, desprecian sus beneficios y lo insultan, no sólo no obra así, sino que casi se justifica, hasta rendir cuentas de su actuación a quienes le ofenden. A nosotros se dirige diciéndonos: ¿Pueblo mío, qué cosa te ha hecho? No dejó de nombrar como pueblo suyo a quienes lo renegaron como Dios y rechazaron su señorío; no renegó de ellos y les trató como a sus familiares, atrayéndolos a Sí, diciendo: «Pueblo mío, ¿Qué mal te he hecho? ¿Quizás Yo te fui de peso grave y molesto? (Mig. 6:3–4).

Todavía, tú no puedes hablar de tales molestias; y aunque si pudieras, no deberías reaccionar de tal manera, porque «¿cuál es el hijo que no es corregido por su padre?» (Hebr. 12:7 ). De todos modos, vosotros no podéis hablar, porque está escrito: «¿Qué injusticia encontraron en mí vuestros padres?» (Jer. 2:5 ), expresión magnífica y admirable que corresponde a aquella: ¿Qué .mal te ha hecho?» Es el Señor que dice a los hombres: «¿Qué mal te he hecho?,» cosa que ni los siervos se resignan a decir a sus patrones. No dijo solo: «¿Qué mal os he hecho?, sino también «a vuestros padres,» es decir: «No podéis invocar en mi contra, la enemistad heredada de vuestros padres ya que jamás, he actuado de modo que vuestros antepasados se quejaran de mi providencia, no habiéndolos, descuidado en lo más mínimo.» He aquí porque no dijo simplemente: «¿Qué injusticia recibieron de mí, vuestros padres»?, sino: «¿Qué injusticia encontraron?,» es decir: «Tanto han buscado en los años que fui su rey, y no han podido encontrar en mí, culpa alguna.»

Por todos estos motivos, estémonos siempre y verdaderamente refugiados en Dios, buscando en Él, consolación si estamos desanimados y la liberación si estamos apretados de graves preocupaciones; pidiendo ayuda a Él en cada prueba, porque por terribles y pesados que sean los males en los que nos encontramos, El puede liberarnos y eximirnos.

No sólo esto, sino que también, aquí bajo su bondad nos dará plena seguridad: vigor y buen nombre, salud del cuerpo y la filosofía del alma, buenas esperanzas y la posibilidad de no caer fácilmente. Por tanto no nos lamentemos contra el Señor, murmurando como siervos ingratos, sino seamos agradecidos en todo momento, juzgando como único mal, pecar contra él.

Si tales fueren nuestras relaciones con Dios, no nos dejaremos llevar por el vaivén de las enfermedades o de la pobreza, de la ignominia o de la carestía de los frutos de la tierra, y de ninguna otra actividad para nosotros juzgada dolorosa; recogeríamos por todos los lugares frutos de pura y casta alegría, buscando conseguir los bienes futuros por la gracia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sean la gloria junto al Padre y al Espíritu Santo, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén.

Notas

Fuente: Adaptación Pedagógica: Dr. Carlos Etchevarne, Bach. Teol.

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Publicado por el usuario: Rodion Vlasov
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